domingo, 18 de mayo de 2014

PEROLATA
de JUAN PORRONES, arcarde  perráneo de este partió a toos los avecinaos del mesmo.

CABALLEROS. —Cuando veo que los hombres se hacen plazos buscando gente que vote ar que quie ser deputao; cuando defiso que por mandar se reparten fostachones, pasteles y mistelas, digo llo pa mis adrentos: aquí hay anguna entruchá y er negocio tié busiles. Y digo esto, caballeros, porque son tantas las esazones, que llevo dinde que tengo en mi casa la vara e la justicia, que si a ser posible juera, me desagenaba de ella, por muncho menos tabia de lo que hizo aquel que vendió a su suegra, que al ser preguntao por uno: ¿Cuánto quié osté por ella? —De osté es, le contestó.
Lla sabéis las destruciones que vengo dando tos los años, pa devitar las asnas que la gente borrachiza y otras llervas, suele cometer en prejuicio de las presonas que salen a devenirse ellas en estos días de carrestolendas; tamien sabeis, que he pidió siempre obedencia a la moral y al cóigo en toas sus partes, castigando con juérza al que llevao de su arbullo y valiéndose de impróquitas despresiones, sa premitío trocear por angun puesto la honra de las zagalas. Pero lo que no sabéis, porque tavia no lo e icho, es lo que voy a icir abora, pa que veais si hay presonas que debían ir a presillo a arrastrar una caena por sus malas dentinciones. Pos señor, es pus el clauso, que paece que un lechubino llamao Periquio Laenseña, junto con angunos otros se ifrazaron de osos con zamarra de borrego, en el año ca pasao; y pa su devertimiento iban tirando higos secos compuestos con mecinas e botica, desas que aflojan el cuerpo: más de cuarenta zagalas les seguían al principio chillando: ¡aquí! ¡aquí!... y con afleuto: allí jué; porque encima lo llevaban. ¡Máere mía y qué tronío! Empezaron a aflojarse las clabijas al guitarro, y aquellos no eran zagales, po icen que en un menuto se gorvieron marraniquios, llegando dasta tar punto la cosa que cuando mi autoriá intievino en er negocio, no queaban más que las sombras de angunos de los muchachos.
Y abora pregunto llo a los hombres de concencia: ¡Caballeros! ¿Se llama aqui devertirse er trocar a las presonas en estáutas o feguras y hacer de ellas aletria? Pero no hay que dalle guerras. O los hombres han perdió el celebro de la cabeza, o es que están atacaos de truchina marrana, quió icir, que tién busanos, y busanos e menuo; porque si esto asín no juera habría más respleuto a la ley, las borlas del perráneo tendrían tóa la juerza que deben tener en la vara; aunque juamos por las calles como nuestro paere Adán, naide se metería con naide, u to lo más y a lo sumo, solo nos preguntaríamos por la céula e vecindá .
Remato sobre este punto, porque estoy esazonao y el suor me cae a chorros: lo tengo icho otras veces y aboa mesmo lo remacho. Si golviera a remanecerse la mano negra, aquella de en tiempo e la morisma, tengo llo acá en mis adrentos, que habría quien haría con ella picaillo pa pelotas, o se las metería en la faja pa jubar él por busto a las purruchinelas.
En vista de cuanto llevo desinao y teniendo presente que a este negocio sa mester dalle un corte, prenuncio el siguiente:

B A N D O

Artículo 1.° Sabiendo que estos días se escuergan en la zuidá muchas manás de rateros, que con la suavidá er flauto se introucen en toos puestos a dalles garrote vil a los relojes que encuentran, encargo a cualsiquiera presona que coja anguno en el ato, que lo eje escapar sin hacelle daño anguno, pero precurando siempre quearse con la mano imprenda, pa metella en aguardiente, porque icen que es cosa güeña pa matar el busaniquio.
Árt. Los amos de cafeses, pastelerías y fondas, y otras casas de bebía, harán por servir de varde a tuiquios los forasteros de juera, que de los pueblos vengan a las máscaras, teniendo estos impués el cudiao, antes de salir par pueblo, de pagar la cuenta al mozo, pa devitar hablaurías y mordeuras de concencia.
Art. 3.° Las mujeres que pa tener atraitivo, suelen ponerse en partes que llo me callo, tuicas las cercetas viejas que han de echar a la cola, usando lluego tamien de mirás prevocativas pa esazonar al hombre y llevallo a mala rauta, han de tener mu presente que no vengan con pucheros pidiéndome indilugencia...
Art. 4.° Como en este año pasao murieron muchos zagales de sustos y alferecías al desfisar el Infierno que llevaba los demonios, debo llo abora dicir pa que no halla regomello y que aconteja lo mesmo con otras creaturiquias que tuiquios eran presonas, y que el del rabo más grande, icen que era er maestro Merlas.
Art. 5.° Encargo a tuiquios mis avecinaos que, antes de venir a estas junciones hagan tener corriente lás céulas y volatines que llo ya les tengo daos, remanientes al amillonamiento, esclafando en ella dasta los latíos que den los alimales en er día, porque solo de esta moa habrá rebaja en las contruciones y saldrán a mucho menos tuiquios los que no vargan a más.
Remate. A fin de que los arguaciles, guardas rulares, vrigilantes y demás gentes que a mi autoridá pretenejan puedan vrigilallo tóo, sin prejuicio e sus presonas, en el memento defisen anguna riña, o custión en que se repartan palos, bocaos, o puñalás, echarán mano a los sabres con tuiquio el aquer del ese, se quitarán los farrucos y apretarán a correr de la moa que lla saben.
                                                                                                                                       JUAN PORRONES.

EL ÁRBOL PROHIBIDO

1936 CUENTO HUERTANO


Antón Cerriche, vecino de la Herrera, tenía un geniazo que no le cabía en el cuerpo, y en cuanto a socarrón, no había que pedir más.
Como el hombre había «melitao», y había visto a Cabrera a un tiro de escopeta, cuando volvió a la Herrera y tomó por su cuenta unas tierras de su padre, acequia de Barriomar por medio, se sentía cabo primero en lo de mandar y ordenar «de ande diere» y a «Dios te la epare güena», como él decía.
Tenía en sus bancales las mejores higueras de la huerta, y una, en particular, era su orgullo mayor.
Daba el socorrido árbol unos higos de talón de muerto, que eran cordiales, y unas brevas, sobre todo, que ya las quisiera el rey en día de repique gordo.
Inútil será decir lo que daría que hacer a Cerriche la custodia de su higuera predilecta, la cual desarrollaba su majestuosa pompa a la orilla de una senda, para mayor tentación de chicos y grandes que por allí pasaban.
Y a Cerriche se le había puesto en los picos de la montera que aquella higuera era el árbol prohibió.
—El zagal u la presona mayor que quiá brevas, ahí tié higueras pa escoger, pero de esta... ¡ni el Emperaor de Ceuta!
En fin, se dio el caso de que a su mujer, hallándose en cierto estado, se le antojó una breva, la más hermosa, por supuesto, del árbol «prohibío» y no había camino de decírselo, temiendo que se enfurrunchara y echara el carro por el pedregal.
Una mañana, la mujer de Cerriche, perdió el regomello, y dijo a su marido lo del antojo.
Cerriche se rascó el cogote, se mesó el pelo hacia la frente, meditó sobre el peligro de que «lo que había de venir» pudiera sacar la breva deseada, y dijo a su costilla mirando a la higuera:
—¿Acuala?
—Aquella, miála—dijo la mujer.
—Güeno, pos déjala que maure.
Y no se habló más.
*
* *
Esto ocurría un domingo.
En las Puertas del Mercado vivía por aquel entonces un maestro sastre conocido vulgarmente con el remoquete de «E1 Maestro Pajuela», nombre debido al color de su rustro enfermizo y a su contextura enclenque.
Y por qué no aquella tarde, después de comer, se le ocurrió a Pajuela dar un paseíto por la huerta. Anda que te anda, el buen sastre dio con sus piernas en la Herrera.
Lo demás ya lo habrán adivinado los que conozcan la ocurrencia.
Pajuela entró en la senda de Cerriche, y se quedó con la boca abierta ante la prodigiosa higuera y su exuberante fruto.
—¡Vaya una breva!—exclamó mirando la más hermosa de aquella rica colección.
Y acompañando la acción al deseo ¡zas! le dio un bastonazo y cayó la breva.
*
* *
Más de la mitad llevaba engullida Pajuela, cuando Antón Cerriche, que había entrado a dar una vuelta a las novillas, apareció echando chispas por les ojos y acariciando una gruesa vara de almendro.
— Olla osté, güen hombre. ¿Ande cogió osté la breva?
— De esta higuera.
—¡Maere mía! ¡La que icía Sunción! ¡Pos a ponella ande estaba!
—Dispense usted, pero...
—Na, na, ¡a corgalla!—decía echando atrás el armado brazo, como disponiéndose a romperle el espinazo al pobre sastre.
— Quiere decir que si vale algo se paga y en paz. ¿Qué vale la breva?
— Como valer vale un Perul; pero pa escarmiento va osté a darme diez reales.
Y tira de aquí, tira de allá, el maestro Pajuela, no halló más medio de escapar con la espina en su sitio que entregando diez reales a Antón Cerriche.
El huertano se quedó refunfuñando, y Pajuela se volvió a Murcia diciendo:
Pues, señor; buena breva, ¡pero cara!
*
* *
Transcurrieron algunos meses.
Un jueves vino Antón al mercado y se compró tela para unos pantalones, prenda que solía usar los domingos desde que se acostumbró a ella en el cuartel.
Con el lio de la tela en la mano entró en una sastrería de las Puertas del Mercado.
—Dios guarde—dijo mirando al maestro con interés y como diciendo para sí: —Me paece que esa cara la he visto en alguna parte.
— Y a usted también—contestó el maestro, que a la sazón tomaba las medidas a un niño como de nueve años.
—Aquí trayo esto pa que lo corte osté, maestro. Si pué ser, de contao.
—¿Pantalón?
— Calzones, sí señor; y si osté quiere, me espero.
Y Pajuela, aturdido, dejando a medias, la operación de las medidas del muchacho, comenzó a tomárselas al tío Antón, diciendo mentalmente:
—Con la vara te mediría yo las costillas ¡so bruto!
Sin revelar su enojo, el sastre tiró varias tijeretadas, y en un dos por tres despachó a Cerriche diciéndole:
—Catorce reales.
—¡Mecate en crillas!—exclamó Antón ¡Cuando yo digo que esta cara, la he visto en otra parte!
Antón acababa de reconocer al churubito de la breva, y se contentó con decir mientras echaba mano a la faja y tiraba de la manilla:
—¿Ni un chavo menos?
—Catorce reales—contestó a secas el sastre.
Puso Cerriche los dineros sobre el mostrador, se apretó la faja, y cogiendo el corte, salió diciendo socarronamente:
—Valla quosté con Dios...
*
* *
Al mercado siguiente y cuando menos podía Pajuela esperar la visita del huertano, apareció este en la sastrería con el lío de la tela y le espetó la siguiente repalandoria:
Maestro: Que una presona le cobre a otra diez reales por una breva... pué pasar. Que otra presona lleve a un probé catorce reales por cortalle unos calzones...tamién pué pasar. Pero que en ves de calzones hayan salió dos fundiquias pa er paraguas... ¡eso ya no pué pasar!
El maestro Pajuela se puso verde, y comprendió al momento lo que había ocurrido.  ¡Con las medidas del muchacho había cortado los pantalones de Cerriche!
Qui o el maestro dar una explicación; pero Cerriche, con el lío en la mano, tomó la puerta diciendo:
—¡Tuiquio eso son cantamusas! ¡Sa rematao!
—Pero... escuche usted.
—¡Que no ascucho, ea! Cuando osté quiá brevas, ya sabe ande vivo.

                                                                                                             J. F. B.