domingo, 27 de enero de 2013

Nostalgia del ayer


¡QUE REDACTARÍA HOY VIENDO NUESTRO BANDO DE LA HUERTA!


Al escribir un prólogo para este pequeño libro, acude á mi memoria el triste recuerdo que palpita en, las páginas siguientes: el de mi difunta madre. 

Educada por las franciscas-verónicas de Murcia, pasó del apartamiento del claustro, al retiro, casi absoluto entonces, del murcia­no hogar; y esto, aunque no estorbó que tuviese crédito de perfecta casada y de pluscuamperfecta madre, impidió que lucieran, como merecían, sus dotes literarias. Con ex­celente gusto critico formado por la asidua lectura de nuestros ascéticos, a que se aficionó Muy temprano, con una imaginación potente hasta lo sublime y candorosa hasta lo pueril, tan fácil de lengua como de pluma, mi madre hablaba mejor que un abogado (decía mi padre) y escribió cartas, oraciones, elevacio­nes a Dios, y jaculatorias que no desmerecen, comparadas, de las buenas de Santa Teresa de Jesús. 

¿Era contradictorio que, con tan excelente preparación y tan depurado gusto, fuera gran entusiasta, mi madre, de nuestra literatura popular; que es, si alguna tenemos los mur­cianos, nuestra literatura panocha?... No puedo contestar la pregunta; porque yo, que heredé este entusiasmo, lo he acrecido hasta el punto de aficionarme a escribir la literatura oral de nuestros últimos panochos, no satisfecho con el recreo, puramente pasivo, que me pro­curaba leyendo bandos, soflamas, y perolatas, coleccionados y guardados por mi madre en su guardarropas de la salita ó en las arquillas de sus libros. 

¡Los últimos panochos!. ya lo saben los marcianos — únicos lectores para los que publico este libro, porque son también los únicos que le encontrarán sabor— el panocho se va, aunque el huertano queda. Los que recorran el hermoso valle de tres leguas de largo, cuyo talweg marca el Segura; entre los millares de huertanos, vestidos hoy de pantalones y blusas, cubiertos con sombreros hongos y calzados con botas, los domingos; apenas encontrarán algunos ejemplares reza­gados del tipo que se pierde, de aquel panocho con alpargates y calcetas, amplio zaragüelle blanco ó calzón ajustado a la rodilla, faja roja encendida como el fondo de la manta, chaqueta de cuello recto y tiro corto para que no cubra la faja, y de delanteros estre­chos para que luzca el jubón arrugado por el peso de la colgante botonaura é plata; de aquel panocho en cuya cabeza, como símbolo de las dos civilizaciones que habían concurrido a formar el tipo, sobre el pañuelo liado que recuerda el turbante, iba bien la monteriquia, transformación ventajosa de la caperuza cas­tellana. 

Y las mujeres?... ¡ Tipos de la tierra mía! dije, una vez, señalando a un artista ilustre, cuadritos de Picolo. —Sí, ya se ve, contestó, esta es la huertana rica, claro; y esta, su criada. — ¡Ah, no! esa es la huertana antigua, la panocha; esta, la huertana de hoy... ¡Qué diferencia! Aquella, con su moño de picaporte, sus grandes rizos a la cara, su collar de aljo­far ó de corales y sus vistosas arracadas pendientes casi hasta el cuello;... aquella, deste­llando color de su traje ordinario, en que combinaba los tonos más vivos, y destellando luz de su traje de fiesta: bordado pañuelo que cubre apenas los hombros, bajo del que aso­ma, terminada en encajes, breve manga de camisa que deja el brazo desnudo; armador alto, bordado, que apenas basta a sostener el opulento pecho; zagalejo en que el bordado se desborda, y cada lentejuela apenas halla sitio, zagalejo breve que permita ver y no estorbe el movimiento del pie incansable en malagueñas y parrandas; pie calzado apenas por zapato de cara corta, cuajada de lente­juela y de falsa pedrería... ¡Ah! bien decía mi amigo, aquella huertana de entonces, que evoca los recuerdos del harem, no parece sino la señora de la huertana de hoy, vestida con blusa y zagalejo de percal obscuro, que haga extrañiquio , peinada con rodete, calzada por gran lujo, en fiestas y solemnidades, con bolillos de charol nominal y de efectivo hule. 

¡Las costumbres!... aquellas costumbres típicas, formadas durante siglos de aisla­miento en los que fermentaron las creencias y las supersticiones de dos razas, y se combinaron los usos de árabes, berberiscos, catalanes, aragoneses y castellanos... 

¡El lenguaje!...aquel habla que abrevia­ron tantas ilusiones y suavizaron tantas decisiones, y suavizaron tantas subrogaciones llenas de color y de expresión, en el hombre; poética, lánguida, voluptuosa en la mujer joven, en cuya boca las ll y las ch eran sonidos deliciosos, caricias del oído que producían indefinibles sensaciones... 

Hombres, mujeres, costumbres, habla de nuestra antigua huerta... lo que no ha pasado del todo, está concluyendo de pasar. En los primeros años del siglo XIX, casi todos los huertanos eran panochos; en los últimos, difícilmente se hallan ejemplares del tipo, que los etnólogos de la vigésima centuria habrán de estudiar en los cuadros y en libros como el presente. 

Y he aquí la excusa de una publicación, que tiene también otras. En ratos de agota­miento intelectual —mi profesión cansa mucho— cuando el entendimiento fatigado se negaba a más labor; en otros, cuando, como a quien hace vida tan retirada y sola, no le quedaba otros recursos contra mis crónicas tristezas que el pensamiento y la pluma; he dado suelta a la última para que aquel no se la tomara, y, sin advertirlo casi, he construido a pedazos la obra de este libro. Si conozco que agrada, lo haré seguir del cancionero panocho, que tengo en cuartillas, y de un vocabulario, cuyas papeletas me abruman, ya, por su número.

PEDRO DÍAZ CASSOU